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En el país de las luciérnagas


Un desierto inmenso. El viento que sopla tranquilo. Un niño que juega a esconderse en arenas interminables cuando de pronto comienza a correr porque alcanza a distinguir un zumbido que llega multiplicado por el silencio de ese paraje desolado.

Corre y sus pasos pequeños parecen traicionarlo. Una vez se tropieza, dos, tres veces, pero se levanta de nuevo y continúa corre que corre aterrorizado, porque sabe del terror que lo acecha, lo sabe bien porque desde pequeño ha vivido sumido en el terror.

Tropieza de nuevo y esta vez un erizo seco, prueba de que alguna vez existiera un mar en ese desierto inmenso, un erizo filoso y lleno de veneno que le punza se le clava en la rodilla. Pero el niño del desierto no es un niño débil como lo fueron sus ancestros.

Está acostumbrado a pasar días enteros sin nada que comer más que un pescado seco o una lagartija que encuentra debajo de las piedras o en algún pozo escondido que el sol implacable aún no ha evaporado.

Así que, sin pensarlo dos veces, arranca el intruso de su piel curtida y corre con más fuerza que nunca porque sabe que el refugio más próximo está debajo de la piedra en forma de estrella y no la ve, debe estar lejos todavía y el zumbido aumenta.

Seguro vienen por él, a su reina le gustan los niños, su carne es más suave y dulce, como las avellanas tostadas cubiertas de miel, ¡qué asco!, un escalofrío, un sentimiento de repulsión lo inunda al imaginarse siendo alimento para esas sabandijas asquerosas, antes preferiría morir, pero sabe que si lo atrapan su destino será un camino inexorable hasta el estómago hambriento de la bestia alada.

Ahora el desierto es un torbellino de colores, tiene sed, hambre, sueño. Quisiera dejarse caer, pero sabe que debe correr con más fuerza que nunca pues ya sólo faltan unos pasos para llegar a su salvación. Sin embargo, el zumbido es ya demasiado próximo, un aleteo de alas descomunales, un zumbido penetrante de bocas sedientas de un trozo de carne para llenar sus estómagos vacíos.

Siente terror a morir y se vuelve un niño indefenso. Atrás quedan las horas de cacería en las que siempre se destacara por ser el más valiente; cuando uno es la presa la perspectiva cambia sensiblemente, él sabe que ya vienen y, sin embargo, corre pues lo empuja un impulso más fuerte que él.

A lo lejos distingue la piedra en forma de estrella, pero se queda helado como una estatua porque ellos ya vienen, incluso puede sentir sus respiraciones de aire frío y maloliente, como si no pertenecieran a este mundo.

Decide arriesgarse pues de todas maneras no tiene nada que perder, y por obra de un milagro desconocido llega hasta la piedra y logra removerla lanzándose al vacío con una mezcla de inquietud y alegría.

Pero entonces comienza la verdadera pesadilla, porque ellos lo han visto todo. Saben dónde está escondido y aunque no pueden caminar como él sobre la tierra tienen muchas manos para escarbar y hurgar lentamente, como si buscaran un pequeño gusano con sus ojos de faroles encendidos que todo lo ven en la oscuridad.

En el fondo de ese pozo oscuro y tétrico otros como él aguardan inmóviles la desgracia inminente. Ya no hay a dónde escapar. Ya no hay a dónde ir. Entonces, oh entonces es cuando se pacta el sacrificio. Acuerdan el trueque macabro, la vida de aquel niño a cambio de conservar las suyas.

Ya no llores, niño de nadie. Tú no tienes papá y tampoco mamá, ¿para qué quieres seguir viviendo si la vida es sólo desgracias? Morirás por todos nosotros -le dicen- y todos detienen al pequeño que se agita con desesperación porque comprende la traición de los suyos.

Llora y grita, llora lágrimas gruesas de espanto y terror incomprensible, pero ellos son cazadores del desierto y sus manos son implacables y hábiles. No lo matan porque saben que a ella le gusta comerlos vivos mientras se retuercen de dolor.

Luego, cuando comprende que su destino es morir se abandona a un sueño incómodo. Una luciérnaga gigante que lo devora.

imv

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