Basta morir como una lámpara desde la madrugada,
como el rescoldo de una brisa tersa;
para morir, para suministrarnos
la mano venidera del olvido;
basta decirle no al día de mañana,
basta ensayar los labios en un rumor de cera,
basta beber un vaso de agua
donde yazga el recuerdo de un ahogado
José Carlos Becerra
Le dije a Consuelo: si te digo que te amo, no miento; si te digo que amo a Mónica, tampoco. Amores en distinta frecuencia e identidad, en tiempo, de aprendizaje y búsqueda en ellas, de mí en ellas, de intensidades las de siempre, hasta el confín del rubicundo éxtasis. ¿Se puede amar de otra manera cuando Sabina nos alecciona con eso de que amores que matan nunca mueren? Abarco todo el dolor que puedo y me hundo por la pérdida de ambas, una, decidida por romper un matrimonio ejemplar, por mi ansiedad de salir a vivir y a experimentar, fascinado por el brillo insólito de una niñez postergada hasta los 28 años; la otra, por el cúmulo de emociones entretejidas que culminaron en un Frankenstein o en un Mister Hyde que devoraron al Doctor Virgilio que los creó. Me invadió el celo y las ansias de posesión ajenas a mi personalidad despreocupada, segura, de carcajada múltiple, con ruta en la escritura, en la simpatía incólume y en la fortaleza de mi arrogancia sin par que bien conocen mis amigos cercanos. Caída libre. Ni siquiera utilicé las escaleras o el elevador. Amanecí dos veces en Guadalajara, abrasado por la crisis más severa de alcoholismo, acompañado de temores y miedos, de vacío, de soledad absoluta, de prontuarios repletos de recuerdos, frases sueltas, olores incrustados en mi lujuria que no desaparece nunca, promesas, calles recorridas, viajes, fotografías, de manos en mi mano o en mi mejilla, de caricias evanescentes, sonrisas de mi hijo, gatos bebiendo leche, planes, expectativas, sueños guajiros de futuro emparentado con la certeza. El derrumbe. La factura con acumulación de ceros y yo sin trabajo sin dinero sin fortaleza para presentar currículums. Ambas con sonrisas tiernas y a veces lastimeras me tienden la mano, me llaman, se preocupan por mí, ¿cómo estás, cómo sigues? Se los agradezco. Admiro su potencial solidario a toda prueba mientras supongo que me suprimen de su vida, extirpan el virus de infierno cancerígeno y me archivan en algún cajón del clóset, ojala sea el de su ropa interior, al menos. A Consuelo se le aproximó un incipiente vuelo de dicha, una corriente tenue de libertad en las palabras de otro hombre, en las sonrisas que le provoca, en la compañía cotidiana que comenzó a mutar su desamparo en aliciente, en descubrimiento personal por sensaciones en extravío, ocultas o quizá nunca exploradas por mis inquietudes ambulantes y viajeras en trece años de complicidad con ella, le están tocando el corazón y no es mi mano la que lo atraviesa. Eso me hace feliz. Se ve radiante, hermosa. Quizá sólo me duele el ego, no estoy en la postura de hacer comparaciones ni ejercer dictámenes sobre lo que ella necesita. No soy yo, cierto, pero que no olvide que la lealtad está por encima de cualquier signatura amorosa, que el compañerismo debe ser la vertiente paradisíaca del encuentro con la vida del otro, en pocas palabras, que no me mate, pero que no me busque en los brazos que se abren para ella, que vaya sola, que se deje ir, fluir, que avise que para enamorarla no se necesitan abismos sino compañía, extensas charlas, música, noches de volcán que permanece contenido y por qué no, buena cocina. A Mónica le comenzarán a sobrevolar los buitres, los de siempre o nuevos, los incrédulos de mi proximidad con ella, los que se reían por considerar que una princesa no hace culto del dragón o de la bestia. A ellos, les aviso yo, por si les interesa, que para enamorarla se necesitan charlas vivas de transparencia sistémica, noches de barra en el bar con agua de por medio, que su intensidad no está en colmarla de cerveza o de Havana Club, sino en tomar su mano y asistirla con ternura, en musitarle certidumbres en el oído y bañarle el cuerpo con poesía delirante, cuidarla, caminar junto a ella sin invadir su fragmento de acera, besarla con mucha técnica y pasión, administrarle dosis de locura libidinosa de vez en cuando, demostrarle solidaridad antes que soltar un te quiero o un te amo, no se las cree a la primera, invadirle el corazón con cartas abismales donde se note que el escritor de verdad se puso la pistola en la cabeza, mirarla, contemplarla, perderse en sus ojos, enseñarla a bailar salsa o abrazarla simplemente mientras duerme, extasiada por la pulcritud de un bolero sustentado en el quizás, quizás, quizás… Se necesita ánimo y carcajadas henchidas, dejarla sola mientras piensa y con paciencia curarle las heridas, los ante vuelos, las desdichas. Justificar que frente a ella existe una pareja y no sólo un café de tres horas, una función de cine o una salida a la discoteca. Se necesita más que eso, más que unas flores en mitad de la calle o un disco de canciones que relatan sobre nuestros callos por las andanzas en la vida. Que se necesita valor para tomar ansiolíticos y pedir otra oportunidad. Ahora saben, ahora intenten. Cuando llegue el amor de veras para ti, Consuelo, cuando sobrevuelen los buitres sobre tu cabeza, Mónica, a ambas les pido que no me maten, si de por sí ya estoy hundido frente a este monitor de la computadora, su olvido sería el peor fracaso para las noches de soberano infierno, donde habito. Besos.
Antonio Monter Rodríguez