a punto de que la princesa dormida abriera los ojos,
a punto de que el joven viajero encontrara la entrada al castillo
encantado
a punto de que hubiera una posibilidad de existencia para ese castillo
a punto de darle vida al maleficio, y por esta medida conjurarlo,
a punto de que hubiera una capa, una espada y una posibilidad de principado…
a punto solamente,
a punto de algo
José Carlos Becerra
Habito en este nido invisible bajo la nube, desde aquí miro la ciudad, desde aquí contemplo los propósitos de año nuevo que la gente no cumplirá ni tres días, los abrazos, los festejos, las caras felices, los adornos, las envolturas de regalo en los camiones de basura, el dinero derrochado en ánimos de fe fraternal. La ciudad huele a pinos con esferas y a cartas a los reyes magos, los niños cuentan los días para despertar entre juguetes no pedidos o con el asombro y la tristeza por el vacío de aquellos jefes que no tuvieron lana para comprar una bicicleta. No soy dios, no estoy bajo la nube como ente superior o alter ego de un análisis antropológico de la navidad y el año nuevo. No. Me dejaron ahí, esperando una ruta que se calibró en tres meses de sueños, de un delirio fascinante por un beso y un olvido, por una entrepierna rubia y una promesa de 85 años, por un pacto con el abismo sin paracaídas, por una frase acuñada en un árbol cibernético: la mirada verde no es sin ti… Estoy en pausa. Congelado. Detenido. Una marioneta sin hilos, sin esperanza de una mano que levante los maderos en cruz para volver a mover los brazos y las piernas, de menos el chasis de mi cabeza, porque en el interior, en mi cerebro, en ambos hemisferios sólo habita una mujer, mis ojos son la extensión de su mar, de su sonrisa más franca, mi nariz es un tinaco con agua de colonia Mónica número 5 ó 6 ó 7 u 8 o tantos aromas exquisitos que besé en intensas noches de automóvil varado en cualquier banqueta, al menor pretexto, al instante del deseo o de la codicia por su cuello o por besar sus manos. Esa mano árbitro, nos gritaron una vez desde la ventana de una casa de estudiantes, no nos importaba, el frenesí de sorber el tiempo en el cuerpo del otro podía más que las miradas ajenas y no tanto. Estoy piedra o madera, da igual, soy un Pinocho sin el Ada de los cuentos, sin Gepeto, sin Pepe Grillo que se fue a la cantina para derrochar los pocos arrebatos de sobriedad que le quedan, se enamoró junto conmigo, fue inevitable que mi conciencia quedara al margen de la vivencia sísmica de esa mujer que era, es, muchas mujeres como dice el poema de Gelman. Contemplo el vacío con ojos gachos, a veces su rostro se multiplica como calidoscopio. Brilla. Su rostro brilla. No ha perdido el fulgor. Rubia, pelirroja, lacia, ensortijada, de trenza, de coleta, con el cabello suelto da igual, es la multiplicación del caos que me revienta en las entrañas por su desaparición digna de un mago extraordinario, sin humo, sin fuegos artificiales desapareció, se dio a la fuga. No dejó cartas explicatorias ni mapas para buscarla ni rastro de su paso por mi vida. Se llevó el viento y el agua, se llevó la vaca y el gato, enderezó mis lentes chuecos para que yo mirara bien y partió. No se lo dijo a nadie, no se lo confesó a ninguno, ahora se transfiguró en silencio. Estoy tiritando, no hace frío y estoy tiritando, tengo miedo, me da horror el otro paso: el olvido. Quiero resistir. Bañarme mientras regresa, cepillarme los dientes, cortarme las uñas de los pies, rasurarme la barba y el bigote, hacer ejercicio, comerme un elefante, leer completa La comedia humana de Balzac, escribir una novela de quinientas páginas, construir una cajita musical, mezclar cemento, remojar adobes, fumar marihuana, cazar mariposas, pescar ilusiones, beber leche con donas, hojear el periódico, componer canciones, contar hormigas, escupirle desde arriba a los coches, bailar un danzón, olisquear calzones de mujeres ajenas, doblar muñequitos de origami, escuchar a Brahms, cargarle las bolsas a las señoras en el mercado, correr hasta quedar exhausto, llorar toda una noche, fundir focos subiendo y bajando el interruptor, mezclar agua y aceite, mediar la paz en medio oriente, cruzar el umbral del tedio, del fastidio y de la profunda tristeza, tender la cama y cultivar flores en un jardín. No puedo. No soy fuerte. Soy un cobarde que deglute ansiolíticos de a dos por día, que se quedó pasmado por su decisión confusa de buscarme y no, de quererme y no, de amarme y no, de también llorarme y no, de también sufrirme y no, de extrañarme y no, de querer llamarme por teléfono y no, de buscarme y no, de besarme y no, de querer mi mano y no, de querer explicarme y no. Ni ella lo sabe, ni ella misma está segura. Ni ella ni yo ni nadie. Estoy bajo la nube. Miro la ciudad y se apagan las luces, miro el celular y no hay llamadas ni mensajes, miro ese bar donde comenzó el idilio y ya está a punto de cerrar sus puertas definitivamente, miro mi casa y a mi exmujer y a mi hijo que se ponen la pijama para dormir, miro a mis amigos en su cotidianidad amorosa de pareja, miro un departamento azul vacío con una cama abandonada, miro a la terapeuta y al psiquiatra que me esperan con la nueva receta y la nueva moraleja, miro el encendedor rojo que me regaló la última vez que salimos, enciendo la cuarta cajetilla del día, miro un auto negro que se aleja, miro a Mónica que va conduciendo en dirección contraria a la nube, lleva en el asiento trasero una marioneta que sí tiene hilos y que yo le regalé para que la cuidara. Ella acelera, la luz roja de los faros traseros se pierde en la lejanía… Aún así, tengo razones para esperarla, aunque su regreso sea como una sombra.
Antonio Monter Rodríguez